La fugacidad de la vida

«Recuerde el alma dormida, avise el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando, cuán preso se va el placer, cómo, después de acordado, da dolor; cómo, a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor». Jorge Manrique

Subir la escalera y asomarse detrás de ese muro que hemos trazado de banalidades donde se refugia la inconsciencia. Para tomar conciencia. No solo de la realidad que hay al otro lado y evitamos. Sino de lo contrario, nuestra realidad privilegiada.

Acostumbrados a alejarnos de la incomodidad, damos la espalda a la muerte. Apagamos las penas. Cerramos los ojos. Porque la muerte es una posibilidad que milagrosamente siempre ocurre a los demás. Lo sabes, lo sé, nos engañamos. La muerte, la madre de todos los miedos, es inevitable.

El tiempo de reflexión ha sido desbancado por el del trabajo. Por ocupaciones reales e inventadas. El ritmo acelerado de vida no deja hueco para pensar. Para sentir. Y cuando la muerte nos invade a través de un ser querido es como una incursión en la realidad. Una sorpresa «inesperada».

Negamos la muerte. Incluso existe una negación a vivir el duelo. Lo reprimimos. Esquivamos lo que sabemos desagradable o difícil. Volvemos a las rutinas deprisa. A lo de siempre. A lo conocido. Echamos mano de distracciones. Incluso se encubre como una realidad lejana para desviar el dolor.

Las pérdidas y los duelos son un recordatorio, una invitación a aprovechar cada minuto de nuestra existencia. Nos hacen sentir de cerca la fugacidad de la vida.

Si hay mayor conciencia daremos más sentido a la vida. A cada día. A cada momento.

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