«Honraré la Navidad en mi corazón y trataré de mantenerla todo el año». Charles Dickens.

30 de noviembre de 2018

Cada vez antes, desempolvan la alfombra que nos transporta a la Navidad.

Las calles ya brillan con sus luces navideñas y los escaparates se engalanan de bolas y guirnaldas que me devuelven a la niñez: la paga asignada para el nuevo adorno de nuestro árbol y que junto con los otros servirían para jugar al «veo, veo», el olor y calor de las castañas asadas que mitigaban ese frío del invierno, los villancicos recompensados con aguinaldos, el turrón y los polvorones rociados de peladillas; y en el colofón, la carta a los Reyes Magos a quienes hacíamos depositarios de nuestros sueños: el coche teledirigido, la muñeca de moda, la bici, el balón, los patines… Vuelvo a pasear por el paraíso perdido de la infancia.

La Navidad supone paz, reencuentros coloreados de generosidad y bondad, una explosión de buenos deseos. Pero, también conlleva una imposición de felicidad, en la que los solitarios se sienten más solos, los melancólicos más tristes, y los escépticos ven en ella un despropósito de excesos y consumismo.

Personalmente, encuentro momentos en los que me apetece rescatar algo de esa infancia, poner unos adornos y compartir ilusión; y otros en los que me irrita tanta exigencia de felicidad cubierta de cierta falta de ética que reina alrededor de estas fiestas en nuestros días. Y, aunque me debato entre unos y otros, lo cierto es que, prevalecen los primeros. Me cautivan estas fechas impregnadas de esa textura que envuelve los sentimientos y me hace vibrar.

Mi deseo es que no perdamos la paciencia, ni el humor, ni el aliento entre tanto fragor navideño, y como no podía ser de otra manera: ¡Felices Fiestas!

Me despido hasta el año que viene con Have yourself a merry little christmas de Diana Krall.